lunes, 14 de octubre de 2013

Ensayo: ¿Quién no querría tener su propio Mr Hyde? - Chinchiya Arrakena

“Entonces sentí que tenía que escoger entre mis dos naturalezas. Estas tenían en común la memoria pero compartían en distinta medida el resto de las facultades. Jekyll, de naturaleza compuesta, participaba a veces con las más vivas aprensiones y a veces con ávido deseo en los placeres y aventuras de Hyde; pero Hyde no se preocupaba lo más mínimo de Jekyll, al máximo lo recordaba como el bandido de la sierra recuerda la cueva en la que encuentra refugio cuando lo persiguen. Jekyll era más interesado que un padre, Hyde más indiferente que un hijo. Elegir la suerte de Jekyll era sacrificar esos apetitos con los que hace un tiempo era indulgente, y que ahora satisfacía libremente; elegir la de Hyde significaba renunciar a miles de intereses y aspiraciones, convertirse de repente y para siempre en un desecho, despreciado y sin amigos.” – El extraño caso del Dr. Jeckyll y Mr. Hyde


Monstruos. Nuestros amados monstruos. Hoy quiero reflexionar acerca de ellos.
El tripulante ha estado varios días con un alien aferrado en la cara, y con su cola enroscada en el cuello. Sin razón aparente, el bicho aparece muerto a un costado y el hombre se levanta como si nada hubiera pasado… Tiene un hambre descomunal: se lleva a la boca todo su desayuno con desesperación y sus compañeros lo miran extrañados. De repente, se queja de un horrible dolor en la panza.
Sarah Connor llama desesperada a la policía en la disco, denunciando que la sigue un tipo. Ella le tiene miedo a su benefactor, mientras que el Terminator la busca sin que ella lo sepa. Aquí no sabemos realmente si Sarah tiene chance de sobrevivir, desconociendo quién es este hombre corpulento que la persigue.
La Cosa cambia su aspecto, y puede tomar la forma de cualquiera de los compañeros de expedición. ¿Cómo reconocerla? ¿Cómo combatirla si puede ser cualquiera del equipo? Se desata la paranoia en un lugar sin escapatoria, en una base en la Antártida.
¿Qué tienen en común estos monstruos, sean alienígenas o terrestres?
Cuando Mary Shelley inaugura el género de la ciencia ficción, de la mano del terror, plantea que el monstruo no es tal en su origen. Frankenstein es una criatura horrorosa, pero en principio no tiene una intención malévola. Como cualquier ser nuevo en el mundo, tiene curiosidad y quiere interactuar. Sólo después, al sentir el repetido rechazo por su aspecto y su origen, se transforma en un ser peligroso y vengativo a nuestros ojos. La verdad es que necesita sobrevivir y obedece las órdenes de su naturaleza.
Nos da miedo, asco… y también, sí, en el fondo, aunque no queramos admitirlo, admiración. El monstruo, en su instintivo accionar, hace aquello que no nos animamos, aquel oscuro sueño que nos gustaría realizar. En la sociedad civilizada en que vivimos no se nos permite confesar tan bajos anhelos.
El prototipo del monstruo deseado es Mr Hyde. El Dr Jeckyll, buscando una fórmula para volverse más joven, da con un preparado químico que lo transforma en otra persona, si así puede decírsele. Un ser que es como un “Ello”, gobernado sólo por sus deseos y sin interés en acatar las reglas que dicta la moral.
El Dr Jeckyll piensa, atormentado, en el anciano que acaba de matar Mr Hyde, sin ninguna provocación ni razón aparente. Sin embargo, cuando decide que no tomará más el preparado, no destruye las ropas de Hyde, ni cierra la casa donde se esconde.
Nuestro deseo de creación suele estar acompañado de un refrenado y ancestral deseo de destrucción. Rechazamos la idea de que nos guste destruir. Pero ¿quién no se ha sentido poderoso, con un bate de béisbol en la mano? Un bate con el balance perfecto para blandirlo y golpear maravillosamente todo aquello que pueda romperse.

Rechazamos la idea de que nos guste la violencia; todas las normas sociales se le oponen. Hay apenas algunas actividades permitidas para canalizarla: la caza, los juegos con contacto físico, los deportes con armas, ir a ver un juego a un estadio y gritar como trogloditas por nuestro equipo favorito… Y disfrutar películas o libros donde se narre extrema violencia.
Y es así como puedo decir que el miedo más profundo nace de nuestro interior. Creamos los monstruos para poner “en el afuera” aquello que no nos gusta de nosotros mismos. Cuanto más extraña es la criatura, mejor, porque nos es ajeno, y podemos señalarlo con el dedo, reprobándolo. Y en este sentido, las monstruosidades que nos provee la ficción basada en la ciencia son más horrorosas que las que podríamos encontrar en la naturaleza.
La segunda razón por la cual los creamos es para sentir miedo, y en ese miedo recreamos la lucha por la sobrevivencia. Aún somos animales dominados por las hormonas y buscaremos todo aquello que haga que la deliciosa adrenalina nos inunde el cuerpo. Encontramos en la ficción una canalización perfecta de nuestra violencia acumulada: nuestro cerebro no distingue entre situaciones reales y situaciones que vemos en una pantalla. Acallamos nuestro impulso destructor interno, con un monstruo ficticio, exterior, inofensivo y socialmente aceptado.
“Los colores de la vida real sólo parecen verdaderos cuando los videamos en una pantalla”, nos dice Alex.
Por tanto, el monstruo en sí es un ser inocente, estúpido, que solamente sigue sus instintos, sin razonar nada, sin poder evitar sus impulsos, ni siquiera para su autopreservación. Como un perro que corre a otro atravesando la calle, sin fijarse si un auto lo puede atropellar. El monstruo es creado con un propósito que él mismo no sabe: satisfacernos a través de su vivencia.
Si alguna vez dejamos salir nuestro monstruo interior, aunque momentáneamente lo disfrutemos, luego nos queda un mal sabor de boca, remordimiento. Por supuesto, en ese proceso de construir y usar un engendro, tal y como le ocurre al Dr Jeckyll, sentimos culpa.
Por otro lado, esta manera de apaciguar nuestro deseo no es tan simple a veces, ni tan efectiva. Queremos algo más real, algo más tangible, más violento, más… más monstruoso que un monstruo.
¿Y qué es eso?
Nada menos que reconocernos como personas en un acto criminal. El monstruo más evolucionado y más complejo es, paradójicamente, el que se parece más a nosotros mismos, el que tiene mas rasgos humanos.
Allí es donde aparece la verdadera aberración, que no es otro que el Dr Jeckyll, quien concientemente y con toda intención, convoca al engendro.
Dexter Morgan acecha a su próxima víctima, mientras hace el informe de las manchas de sangre del último crimen en Miami para entregárselo a su jefa. El hombre a quien observa, investiga, sigue, de quien averigua costumbres y hábitos es tan siniestro como él: es un asesino serial. Pero a Dexter lo protege el código de Harry, para nunca ser descubierto.
Alex y sus drugos son perfectos: jóvenes, sanos y hermosos, con educación formal y criados en familias con una buena posición social. No tienen excusa para ser malvados, no tienen ninguna razón para vengarse de alguien… Alex simplemente disfruta de la ultraviolencia con Beethoven como música de fondo.
Ahora bien, ¿cómo se sigue en control de algo tan peligroso? Son aberraciones humanas, que pueden comportarse acorde con sus bajos instintos, con el plus de que no sienten ni la más mínima culpa.
Al desenmascarar estos monstruos, los más perfectos, que desfachatadamente nos devuelven una imagen en el espejo, no nos queda más remedio: debemos destruirlos, y así preservar nuestra bienamada hipocresía.


Publicado en la Revista Sci Fi Terror número 2, Oct 2013