lunes, 14 de octubre de 2013

Ensayo: ¿Quién no querría tener su propio Mr Hyde? - Chinchiya Arrakena

“Entonces sentí que tenía que escoger entre mis dos naturalezas. Estas tenían en común la memoria pero compartían en distinta medida el resto de las facultades. Jekyll, de naturaleza compuesta, participaba a veces con las más vivas aprensiones y a veces con ávido deseo en los placeres y aventuras de Hyde; pero Hyde no se preocupaba lo más mínimo de Jekyll, al máximo lo recordaba como el bandido de la sierra recuerda la cueva en la que encuentra refugio cuando lo persiguen. Jekyll era más interesado que un padre, Hyde más indiferente que un hijo. Elegir la suerte de Jekyll era sacrificar esos apetitos con los que hace un tiempo era indulgente, y que ahora satisfacía libremente; elegir la de Hyde significaba renunciar a miles de intereses y aspiraciones, convertirse de repente y para siempre en un desecho, despreciado y sin amigos.” – El extraño caso del Dr. Jeckyll y Mr. Hyde


Monstruos. Nuestros amados monstruos. Hoy quiero reflexionar acerca de ellos.
El tripulante ha estado varios días con un alien aferrado en la cara, y con su cola enroscada en el cuello. Sin razón aparente, el bicho aparece muerto a un costado y el hombre se levanta como si nada hubiera pasado… Tiene un hambre descomunal: se lleva a la boca todo su desayuno con desesperación y sus compañeros lo miran extrañados. De repente, se queja de un horrible dolor en la panza.
Sarah Connor llama desesperada a la policía en la disco, denunciando que la sigue un tipo. Ella le tiene miedo a su benefactor, mientras que el Terminator la busca sin que ella lo sepa. Aquí no sabemos realmente si Sarah tiene chance de sobrevivir, desconociendo quién es este hombre corpulento que la persigue.
La Cosa cambia su aspecto, y puede tomar la forma de cualquiera de los compañeros de expedición. ¿Cómo reconocerla? ¿Cómo combatirla si puede ser cualquiera del equipo? Se desata la paranoia en un lugar sin escapatoria, en una base en la Antártida.
¿Qué tienen en común estos monstruos, sean alienígenas o terrestres?
Cuando Mary Shelley inaugura el género de la ciencia ficción, de la mano del terror, plantea que el monstruo no es tal en su origen. Frankenstein es una criatura horrorosa, pero en principio no tiene una intención malévola. Como cualquier ser nuevo en el mundo, tiene curiosidad y quiere interactuar. Sólo después, al sentir el repetido rechazo por su aspecto y su origen, se transforma en un ser peligroso y vengativo a nuestros ojos. La verdad es que necesita sobrevivir y obedece las órdenes de su naturaleza.
Nos da miedo, asco… y también, sí, en el fondo, aunque no queramos admitirlo, admiración. El monstruo, en su instintivo accionar, hace aquello que no nos animamos, aquel oscuro sueño que nos gustaría realizar. En la sociedad civilizada en que vivimos no se nos permite confesar tan bajos anhelos.
El prototipo del monstruo deseado es Mr Hyde. El Dr Jeckyll, buscando una fórmula para volverse más joven, da con un preparado químico que lo transforma en otra persona, si así puede decírsele. Un ser que es como un “Ello”, gobernado sólo por sus deseos y sin interés en acatar las reglas que dicta la moral.
El Dr Jeckyll piensa, atormentado, en el anciano que acaba de matar Mr Hyde, sin ninguna provocación ni razón aparente. Sin embargo, cuando decide que no tomará más el preparado, no destruye las ropas de Hyde, ni cierra la casa donde se esconde.
Nuestro deseo de creación suele estar acompañado de un refrenado y ancestral deseo de destrucción. Rechazamos la idea de que nos guste destruir. Pero ¿quién no se ha sentido poderoso, con un bate de béisbol en la mano? Un bate con el balance perfecto para blandirlo y golpear maravillosamente todo aquello que pueda romperse.

Rechazamos la idea de que nos guste la violencia; todas las normas sociales se le oponen. Hay apenas algunas actividades permitidas para canalizarla: la caza, los juegos con contacto físico, los deportes con armas, ir a ver un juego a un estadio y gritar como trogloditas por nuestro equipo favorito… Y disfrutar películas o libros donde se narre extrema violencia.
Y es así como puedo decir que el miedo más profundo nace de nuestro interior. Creamos los monstruos para poner “en el afuera” aquello que no nos gusta de nosotros mismos. Cuanto más extraña es la criatura, mejor, porque nos es ajeno, y podemos señalarlo con el dedo, reprobándolo. Y en este sentido, las monstruosidades que nos provee la ficción basada en la ciencia son más horrorosas que las que podríamos encontrar en la naturaleza.
La segunda razón por la cual los creamos es para sentir miedo, y en ese miedo recreamos la lucha por la sobrevivencia. Aún somos animales dominados por las hormonas y buscaremos todo aquello que haga que la deliciosa adrenalina nos inunde el cuerpo. Encontramos en la ficción una canalización perfecta de nuestra violencia acumulada: nuestro cerebro no distingue entre situaciones reales y situaciones que vemos en una pantalla. Acallamos nuestro impulso destructor interno, con un monstruo ficticio, exterior, inofensivo y socialmente aceptado.
“Los colores de la vida real sólo parecen verdaderos cuando los videamos en una pantalla”, nos dice Alex.
Por tanto, el monstruo en sí es un ser inocente, estúpido, que solamente sigue sus instintos, sin razonar nada, sin poder evitar sus impulsos, ni siquiera para su autopreservación. Como un perro que corre a otro atravesando la calle, sin fijarse si un auto lo puede atropellar. El monstruo es creado con un propósito que él mismo no sabe: satisfacernos a través de su vivencia.
Si alguna vez dejamos salir nuestro monstruo interior, aunque momentáneamente lo disfrutemos, luego nos queda un mal sabor de boca, remordimiento. Por supuesto, en ese proceso de construir y usar un engendro, tal y como le ocurre al Dr Jeckyll, sentimos culpa.
Por otro lado, esta manera de apaciguar nuestro deseo no es tan simple a veces, ni tan efectiva. Queremos algo más real, algo más tangible, más violento, más… más monstruoso que un monstruo.
¿Y qué es eso?
Nada menos que reconocernos como personas en un acto criminal. El monstruo más evolucionado y más complejo es, paradójicamente, el que se parece más a nosotros mismos, el que tiene mas rasgos humanos.
Allí es donde aparece la verdadera aberración, que no es otro que el Dr Jeckyll, quien concientemente y con toda intención, convoca al engendro.
Dexter Morgan acecha a su próxima víctima, mientras hace el informe de las manchas de sangre del último crimen en Miami para entregárselo a su jefa. El hombre a quien observa, investiga, sigue, de quien averigua costumbres y hábitos es tan siniestro como él: es un asesino serial. Pero a Dexter lo protege el código de Harry, para nunca ser descubierto.
Alex y sus drugos son perfectos: jóvenes, sanos y hermosos, con educación formal y criados en familias con una buena posición social. No tienen excusa para ser malvados, no tienen ninguna razón para vengarse de alguien… Alex simplemente disfruta de la ultraviolencia con Beethoven como música de fondo.
Ahora bien, ¿cómo se sigue en control de algo tan peligroso? Son aberraciones humanas, que pueden comportarse acorde con sus bajos instintos, con el plus de que no sienten ni la más mínima culpa.
Al desenmascarar estos monstruos, los más perfectos, que desfachatadamente nos devuelven una imagen en el espejo, no nos queda más remedio: debemos destruirlos, y así preservar nuestra bienamada hipocresía.


Publicado en la Revista Sci Fi Terror número 2, Oct 2013 

lunes, 19 de agosto de 2013

La sonrisa del gato de Chesire - Chinchiya P. Arrakena

Mauro llegó otra vez tarde a su desayuno. Mamáa estaba dándole de comer al más pequeño de sus hermanos. Ella lo miró como quien escucha a un cachorro ronronear por primera vez, con ese orgullo que es una sonrisa interna.
―¿Una noche muy agitada?
―Mrrr… sí ―Mauro restregó su cabeza contra el cuello de Mamáa, y ella le lamió una oreja, que tenía un rasguño. Luego Mamáa se dirigió de nuevo al pequeño:
―Vamos, vamos… juega un poco más con la comida. Honra la comida, juega con ella, no la devores como una bestia.
¡Tantas veces había escuchado Mauro esas frases! Pero ahora ya era un adulto. Tomó un tazón de leche con entusiasmo; el hambre era el mejor de los aderezos. El cachorro, mientras tanto, golpeteaba con sus manitos el trozo de carne, paseándolo por toda la habitación, frente a la mirada atenta y satisfecha de Mamáa. Ella se volvió de repente hacia Mauro:
―¿Has visto a la abuela?
―No, hace unos días que no la veo. ―El cachorro saltó sobre su comida, clavándole las uñas, como si matara una presa.
―Mmm… estoy un poco preocupada. Nunca sale tantas noches fuera de casa. El invierno se acerca… y sus reflejos ya no son lo que solían ser.
Mauro se encogió de hombros y puso cara de resignación, apoyó la mano en la espalda a su madre, en un breve gesto de cariño, y entró a la sala.
El cubil estaba tan acogedor como siempre: almohadones apilados y desparramados, un montón de troncos en la leñera, una gran alfombra de cuero para arañar. Mauro avivó el fuego durante un rato. Con un fierro acomodaba los troncos, les pegaba un poco, los juntaba, los separaba… Pensando, satisfecho, en las correrías de la noche.
Luego se acomodó en un rincón mullido y se durmió enrollado sobre sí mismo.

Papáu lo sacudió al atardecer.
―Minino, ya es hora de trabajar.
―Ya no soy un minino,  Papáu… ―se estiró y bostezó― ¿Dónde cazaremos hoy?
―Hoy te quedas con los cachorros. Mamáa ya ha salido a cazar y yo tengo que buscar a la abuela ―los gatitos los miraban con sus grandes ojos, a punto de saltarle encima, pero evaluando su posible reacción.
―¿Aún no apareció la vieja?
―¡Hey! Más respeto. Que “la vieja” luchó en las Guerras Cánidas. Iré a preguntar a los Centros de Salud si la han visto.
―Okey, okey… no quise faltarle el respeto. Me quedaré con los pequeños. ¿Ha venido Mía?
―Sí, está entrenando en el jardín.
―¡Quédense aquí, ya vengo, chicos! ―Mauro no alcanzó a escuchar (o no quiso) los pedidos de acompañarlo.
Mía no estaba. Y, de repente, estaba sobre él. Riendo, mordisqueándolo, luego corría, se revolcaban… un lengüetazo en la oreja y un salto hasta el árbol. No le preocupaba la abuela. No le gustaba salir a cazar, a menos que hiciera mucha falta. Aún era una chiquilla, y sin embargo, había veces que no lo parecía. Algún día sería su compañera, pero de momento sólo era un juego lo que los unía.
―Dime, Mía, ¿hace mucho que no ves a la abuela?
El entusiasmo y la alegría de Mía se esfumaron. Se sentó en el suelo y comenzó a lamerse una mano, restregarla contra los bigotes, y entre medio de la tarea respondió:
―Pufff… otro más con eso. No lo sé. No presté atención, no me gusta vigilar a los demás.
―Bueno, no es eso… me refiero a si recuerdas algún diálogo con ella, que nos pueda servir para encontrarla.
―Ya me lo preguntó Papáu. Cada día te pareces más a él y eso verdaderamente me molesta ―dijo, apretando los dientes al pronunciar “verdaderamente”.
―¿Y que te parece si “verdaderamente” comienzas a preocuparte por un miembro de la familia? La abuela puede estar muerta, ¿lo entiendes?
Mía abrió mucho los ojos, y la boca como para empezar a decir algo, pero Mauro se alejó de ella, encolerizado. Ella lo tomó por el brazo y lo forzó a mirarla:
―Disculpa. A veces soy una tonta. Creo que la escuché quejarse de que le dolía la cintura, como siempre… bueno, y también que añoraba los viejos tiempos de correr por los tejados.
Ambos rieron.
“Sí, suena a la abuela”, pensó Mauro. Besó a Mía en el hocico y fue hacia adentro a hacerse cargo de los cachorros, tal como le había pedido su padre. Jugó con ellos largo rato, olvidando un poco todo el asunto de la abuela. Y cuando el juego lo aburrió, se recostó, pensativo de nuevo, vigilando que los 
pequeños no se lastimaran. Mía se acomodó a su lado, cuerpo con cuerpo, ronroneando y con los ojos entrecerrados.
Hacía poco que el sol se había asomado por entre las casas cuando Papáu y Mamáa volvieron a casa. Mamáa estaba ojerosa y no decía palabra; sus ojos miraban hacia su izquierda y derecha en el piso, como si estuviera a punto de cazar imaginarios ratones. Hacía eso cuando tenía que resolver algo importante.
Papáu la observaba y de vez en cuando emitía algún monosílabo, que Mamáa callaba con un gesto de su mano.
Al fin, dijo: 
―Estoy uniendo todo lo que averiguamos. En los Centros de Salud no la han visto y le hemos dejado nuestras Marcas en el Árbol para que nos contacten si aparece. Los vecinos tampoco saben nada. Las últimas cosas que dijo no fueron de mucha ayuda… y su médico nos informó que le autorizó una receta de hormonas. 
Mía entró con algo en la mano.
―Disculpen, supongo que hablan de la abuela. Me tomé el atrevimiento de hurgar en su rincón y encontré esto dentro de su almohadón favorito: parece ser una especie de diario. Supuse que la situación era lo suficientemente crítica como para leerlo… 
―Mía, por lo general te reprendería por algo así, pero en estas circunstancias…
―Bueno, las últimas hojas escritas son de hace diez días. Y no son muy alegres. Me parece que la abuela estaba muy triste.
Mamáa ojeó el cuaderno de hojas de madera, con esos arañazos tan característicos de la abuela, que transmitían seguridad, pero ya se notaba que perdían fuerza.
―Más que triste, diría yo. Lo que dice aquí transmite una nostalgia que raya la depresión. Sólo nos queda avisar a las fuerzas del orden... y descansar, por ahora. Luego continuaremos la búsqueda.
Dicho esto, Mamáa y Papáu se fueron a dormir con los pequeños, formando un montón felino de adultos y cachorros.
Mauro salió a recorrer la ciudad. Conocía otros lugares en la gran Chesire, a los que suponía que sus padres no tenían acceso, o no se atrevían a acercarse. Era un poco raro preguntar por la abuela allí, pero en esos antros se sabe de todo.
―Oh, sí, la abuela Shima ha estado muchas veces aquí ―dijo uno de los personajes musculosos encargados de la puerta, con cara de pocos amigos.
―Oh… bien… ¿Cuándo la vieron por última vez? ―Mauro se hallaba desconcertado. La abuela era clienta asidua de uno de esos clubes que jamás cierran.
―Disculpa, minino, aquí no nos llevamos bien con las preguntas, ¿sabes? Y por eso los clientes nos aprecian. No me interesa si eres su amante o su hijo o su cuidador del asilo. Adiós. 
―¡Vaya! ¡Pero si pareces un perro guardián! ―Al instante de decir esto, Mauro se dio cuenta de su error. No uno, sino dos y luego tres de los grandes felinos saltaron sobre él, primero arañándolo y luego mordiéndolo en el cuello y el torso. Ni tiempo tuvo de defenderse, pero ellos sabían muy bien cuánto daño 
causar, para advertir, sin matar. Tan rápido como saltaron sobre él, volvieron a sus puestos. Se lavaron la cara y cruzaron sus patas sobre el pecho, y dirigieron sus ojos a la calle, sin expresión.
Mauro se levantó con mucha dificultad, caminó hasta estar lo suficientemente lejos del lugar y lamió sus heridas. La peor de ellas, su orgullo. 
“’Minino’, ‘Minino’. ¿Es que no ven que ya he tenido mis primeras peleas de tejado?”, pensaba Mauro, mientras repasaba todo su cuerpo magullado. 
Buscó una Casa de Pelos para que lo examinaran. En la zona había muchas, pero se decidió cuando vio en el escaparate algo que le resultó familiar. Era una foto de la figura que tenía pintada en su pelo blanco, sobre las costillas, su abuela. Una figura azul, con forma de luna, de la cual ella siempre se enorgullecía.
Decidió cambiar de estrategia y no hacer preguntas directas.
―¡Hola, qué tal! Acabo de tener un intercambio de opiniones con tres muchachos y quisiera que, si es tan amable, me revisara.
―¡Por supuesto, señor! ―Mauro sonrió. Aquí sí sabían cómo tratarlo―. ¿Desea el tratamiento completo o sólo el antiséptico? No hay mucha diferencia de precios…
―En principio quiero que compruebe si esta herida en el costado sigue sangrando.
El peluquero hizo su trabajo a conciencia, con mucha delicadeza y habilidad. 
Mauro pensó que era oportuno romper el silencio:
―Estaba viendo su vidriera y quedé fascinado con esa imagen. ¿Cuándo me costaría hacérmela aquí, sobre el pecho?
―¡Oh, es un lugar muy hermoso para pintarla! ―el peluquero empezó con una larga perorata, que Mauro fingió escuchar extasiado.
―Y dígame: ¿es muy popular? Quiero decir, tampoco quiero salir a la calle con algo que todo el mundo lleva, perdería un poco la gracia.
―Bueno, a decir verdad, no. Sólo una anciana loca viene todos los meses a que le repintemos esa luna.
―¡Ja, ja, ja! ¿Y qué tal es la anciana? Me encantan las historias. Tengo aquí para un rato más, ¿no? Me encantaría que me cuente sobre ella.
El peluquero resultó se una excelente fuente de información.  Ni bien Mauro terminó de acicalarse, salió disparado hacia su casa.
―¡Mamáa, Papáu! ¡Ya sé dónde puede estar la abuela!
―¡Hijo! ¿Qué te sucedió? 
―¡Bah! Unos matones de un local de placeres. No hay tiempo para explicarles demasiado, ¡vamos a buscar a la abuela Shima!
Mía se quedó con los cachorros y los tres corrieron hacia el centro de la ciudad.
―¡Shima! ¿Estás bien?
―¿Cómo perros me encontraron? ¡Por supuesto que estoy bien! ―una horrible tos la contradijo.
La abuela se veía en un estado calamitoso. La habitación había conocido mejores épocas: una gruesa alfombra, cortinas de terciopelo rojo, haciendo juego con los muebles… Pero con manchas en las paredes, algunos juguetes desparramados, restos de comida y recipientes volcados, y algunas otras cosas que no pudieron identificar. En todo ese caos, sobre la cama, la gata blanca y vieja descansaba. 
La llevaron a un centro de salud, y tras analizarla, el médico dijo a la familia:
―Ella se encuentra estable ahora. Ha sufrido algunas heridas, mordiscos, arañazos, cosas normales, pero que no son aconsejables para su edad. De los análisis de sangre salta a la vista ha tomado grandes dosis de hormonas, calmantes para el dolor y drogas estimulantes. 
―¡Yo diría que la ha pasado fenomenal los últimos días! ―dijo Mamáa, con tono socarrón.
―Oh, sí… pero quizás sean, de verdad, sus últimos días. 
Entraron a verla. Vendada, en la cama, parecía muchísimo más frágil que cuando la hallaron.
―¿Qué has hecho, Shima? ―le preguntó Papáu, lleno de pena.
―Quería correr de nuevo por los tejados, ¿sabes? Pero esta pata que me duele con la humedad de la noche, y la cadera… Déjame lamerles la cabeza.
Nadie se atrevió a contradecirla, o a hacerle ningún reproche.
Papáu, como si fuera un gatito, y también Mamáa y Mauro, se dejaron acicalar por la anciana. Cuando terminó, ella misma se lamió las manos y se las pasó por la cara; nadie supo si estaba llorando.
Luego los miró, orgullosa, con una sonrisa de oreja a oreja.
Cerró los ojos. Y la sonrisa, lentamente, se desvaneció.

Aparecido el 1° de Agosto de 2013 en NM número 29:
http://www.revistanm.com.ar/content/hemero.html

Eva - Chinchiya Arrakena

A Eva le estallaba la cabeza. No, “estallar” no era la palabra, ya que si estallaba, por lo menos terminaría aquella reunión. ¿De quién había sido la idea? Ah, sí: de Carla. Y ella no había podido decirle que no.
¡Hace tanto que no nos juntamos! Hacemos alguna pavada, y charlamos, ¿qué te parece? le había dicho.
¡Claro! Hacer alguna “pavada” de comida para diez personas, y tener la casa impecable, para Carla no era problema: no era su casa, sino la de Eva.
Ahora sentía ese rítmico martillear en sus sienes, que le indicaban el paso hacia algo peor. En realidad no podía ser peor que la charla del marido de Patricia, que siempre tapaba a los demás hablando de sí mismo y de sus logros. “Eugenio el genio” le decían irónicamente a sus espaldas. Y es que de genio no tenía nada: había heredado bastante dinero, y vivía alardeando de que había hecho buenas inversiones.
Luego estaban Julia y Leandro, Marcela y Pablo. Esos cuatro eran inseparables, y, no importaba el ambiente, la pasaban bien. 
¿Más postre, chicos? Ellos aceptaron acercando los platos. Lo mismo daba que hubieran ido a un restaurante japonés o a la casa de Eva, todo el tiempo reían y tenían que explicar resignadamente al resto cuál era el chiste.
Eva sintió que su cabeza se hinchaba, que el dolor en el hemisferio izquierdo de la misma se expandía: una poderosa estaca le atravesaba el ojo y salía por su nuca. Miró a su marido, como pidiéndole piedad, pero Javier estaba conversando con Eugenio y Jorge, el novio de Carla. ¿De qué hablaban? ¿Otra vez de ese estúpido programa de televisión? Y Carla los observaba fascinada.
Se sintió mareada. Comenzó a sudar frío. Tomó la mesa con las palmas para abajo, en un intento de purgar por sus dedos crispados ese dolor que la invadía. Luego se presionó el pómulo y la ceja izquierdos. La jaqueca no cedía, y ya le invadía la mitad de la cara. 
¿Quieren un cafecito?  dijo, levantándose con mucho cuidado. Patricia murmuró algo como “te acompaño” y se levantó con ella, mientras los demás asentían distraídamente.
Eva caminó, sintiendo cada paso como un golpe en su cabeza. “¡Pero si no tomé alcohol!” pensaba, repasando su día para descubrir la causa de semejante tortura. En la cocina creyó que iba a desmayarse. Se mojó la cara y vio su reflejo en el vidrio de la ventana. “¡Dios mío! ¡Parezco un cadáver!” pensó, con las manos tomándose las mejillas. Volteó para encaminarse al baño, y tropezó con Patricia, que tenía una cara triste y la mirada de quien va a hacer una confesión. 
-Te ayudo con el café. -Y luego de un par de segundos:- Te quería contar que Eugenio y yo estamos separándonos... Supongo que no te lo imaginabas... Bueno, quería contártelo porque creo que del grupo de la oficina siempre fuiste con la que mejor me llevé...  -y siguió narrando su historia, llena de titubeos, con los ojos húmedos y tragando saliva a cada rato. 
Eva ya no podía escuchar más. No entendía por qué la elegía de confidente, y a decir verdad le importaba muy poco: empezó a sentir náuseas. 
Tomó a Patricia por los hombros y con una sonrisa ínfima le susurró:
Te encargo el café.
Patricia le devolvió un gesto de alivio y agradecimiento, que Eva no pudo comprender.
Salió de la cocina, y con paso decidido atravesó el pasillo donde se encontraba el baño...

... y se dirigió a la sala. 
Llegó a la puerta.
Observó a todos, uno por uno.
Ellos dejaron de conversar y la miraron.
Eva abrió la boca.
Su cabeza comenzó a agrandarse y sus manos a convertirse en garras y de su espalda brotaron unas verdes alas viscosas y su estatura llegaba ya a los tres metros.
Su boca, transformada en unas fauces gigantescas, produjo un rugido que rompió todos los vidrios y las copas. Patricia, que en ese momento entraba con el café, dejó caer todo de la bandeja. Un inmenso y furioso dragón  amenazaba a todos, con unos ojos dorados cuya mirada los paralizaba de pavor. Los cuatro amigos se tomaron de la mano, poniéndose de pie; Carla y su novio se abrazaron; Eugenio y Javier sostuvieron una silla como para defenderse. De la garganta del dragón emanaba todavía un ruido sordo, un ronroneo aterrador. Entonces su nariz echó una llamarada que barrió con todo lo que estaba a la vista.
¿¡PORRRR QUÉ NO SE VAN TODOS A LA MIERRRRDA!?  dijo con su profunda voz de monstruo.
Mientras las llamas invadían la sala, los invitados empezaron a correr huyendo como animales en estampida, y Javier, en un rincón, intentaba protegerse del fuego, como por instinto, con las manos...

¡Noc, noc!
Amor, ¿estás bien? se oyó la voz de Javier desde el otro lado de la puerta del baño Ya terminamos de tomar el café; se van nuestros amigos, quieren despedirse.
Eva volvió de su ensoñación dando un gran suspiro.
Dame dos segundos, ya estoy. Se maquilló para disimular las ojeras y salió. 
Saludó a todos con su mejor sonrisa. Luego juntó las tazas vacías, los platos sucios y no soportó su tintineo como para ponerse a lavar. 
Se lavó los dientes con movimientos lentos y cuidadosos para que no le repercutiera en la cabeza. Ya en el cuarto, se cambió con la misma parsimonia y se metió en la cama.
¿Y, mi amor? La pasamos bien, al final. ¿Viste que no fue tan malo? le dijo Javier acariciándole el pelo a Eva.
Ella, en silencio, apagó la luz.

Aparecido el 1° de Febrero de 2013 en NM, Número 27:

Destino (Dalí y Disney) - Chinchiya Arrakena

No creo en el destino
pero si lo hubiera
¿sería yo tu campana?
¿serías vos mi guardián del tiempo?

Tus labios se disuelven en mariposas
y envío andorinhas para alcanzarte
para despertar tu reloj

Tus ojos me desnudan
y yo salto para no caer
Bailando

Me sumerjo en la arena y en las sombras
para tomar mi forma de nuevo
y bailar en vaivén, con mi vestido campana
y flotar en el viento como un diente de león

La arena del reloj cae
y todo se derrumba
Mi cabeza es como una pelota
con la que mis manos juegan

¿estoy tañendo en tu corazón?



Poesía inspirada en el video de Dalí y Disney:




Aparecido el 26 de Julio de 2013 en Poemia - El fuego de Heliconia:
 http://poemiafuego.blogspot.com.ar/2013/07/destino-dali-y-disney-chinchiya-arrakena.html

jueves, 14 de marzo de 2013

Efemérides - Chinchiya



―”Aku se ha desconectado” ―lee Laurent.

―¿Qué? ¿Cómo es eso? ―Logan se impacienta. Deja de juntar sus cosas. ―Dice que es… “feriado” ―Laurent mueve sus dedos sobre el teclado a una velocidad del aleteo de un insecto.

―¿Y qué mierda…?

―Esperá… Ah… ¡Es un romántico! Hoy hace tres siglos que… no entiendo bien. ¿Qué es un país?

―Tres siglos. ¿Y qué carajo importa qué pasó hace trescientos años? No recuerdo dónde estaba hace una década… ¡Vamos, no hay tiempo!

―¿Cargaste las armas?

Logan saca las uñas hasta casi tocar la cara de Laurent, y las retrae. Luego le muestra el bolso.

―Todas ellas.

―Bien. Pasemos a buscar a Aku. No creo que haya salido de su casa.

Se calzan los cinturones aéreos y salen por la ventana.

―Está por llover, mejor nos apuramos.





La puerta de la casa de Aku está destrozada. Pintura celeste y blanca por todas partes… pero Laurent no ve sangre, y Logan no la huele.

―¿Podés seguir su rastro? Vamos a llegar tarde al trabajo.

―No, alguien se encargó muy bien de contaminarlo ―dice, con una mueca, Logan.

No es la primera vez que alguien del equipo desaparece. Pero esta vez es especial. Es uno de “los tres del núcleo”.

―Vamos a ver a Richard. Él sabrá qué hacer.

Laurent reprograma los dos trabajos de la mañana, para la tarde. “Un poco optimista”, piensa, “pero al fin y al cabo estos dos son políticos mediocres… Sólo una diversión para Logan.”





Richard no los deja entrar en su casa, y en lugar de eso, los conduce bajo la inclemente lluvia hasta el parque, haciéndoles señas de que permanezcan en silencio.

Suben a un tóptero público. Recién cuando el transporte los eleva por los aires, junto a una veintena de personas (la mayor parte de ellxs, humanxs), les dice:

―¿Cómo mierda se les ocurre buscarme un día así?

―Perdoná, Richard… no sabíamos qué hacer… Aku desapareció ―Logan parece confundido, mira el suelo.

―¿A qué te referís? ―dice Laurent, extrañado. Sabe que Richard no habla de la tormenta.

―Hoy es el aniversario de la declaración de Independencia de la República Argentina ―Richard ve que los otros dos lo miran sin cambiar de expresión―. ¿No se dan cuenta? Hoy es un día especial para matar a trabajadores de las corporaciones, como ustedes…

―¿Y entonces…? ―dice Logan, lamiéndose un colmillo.

―¿Tienen una foto del departamento de Aku? ―Laurent le muestra su asistente― Oh, sí… Yo sólo puedo decirles esto, no tengo idea de dónde puede estar Aku, pero no creo que la esté pasando bien. Lo tienen los argentos.

Sin decir más, hace un gesto con la cabeza para despedirse y se baja en la siguiente parada del tóptero.

―Vayamos a ver a Milfa.

―Iba a decir lo mismo. No nos queda otra ―Logan le envía un mensaje: ”knock, knock”.





Logan y Laurent bajan sobre un inmenso prado verde, con una casa en medio.

―Nunca dejan de sorprenderme estos paisajes holográficos.

―Yo los odio. Y aquí hay olor a… ¡demonios!

La puerta se desliza y Milfa los saluda con una sonrisa inquietante.

―¡Hasta que al fin me necesitan!

―Hola, Milfa. Necesitamos saber dónde está nuestro compañero, Aku.

El puro contrasta con su caracterización de colegiala, de minifalda y largas trenzas negras. Les lanza el humo a la cara, cosa que parece encantar a Logan.

―Bien. Las armas quedan aquí en la puerta. Pasen a la sala.

―¿Los dos? ―dice Laurent― Yo sólo soy un androide…

―Pero sos completamente funcional, según me han dicho, ¿verdad? Vamos, vamos… ―los toma de la mano― no sean tímidos.

Milfa se desviste y conecta varios cables a su columna.

―Espero que no les molesten las vías-com. Es una conexión segura ―se coloca en cuatro patas, sobre el suelo acolchado de la sala.

―¡Para nada! ―se entusiasma Logan, ya ronroneando. Comienza a acariciarla.

Le pasan los datos de Aku a Milfa. Su columna se enciende con una luz blanca brillante, se arquea… Ella cierra los ojos y exclama:

―¡Ah! Necesito más chi…

Logan se acopla a Milfa. Ella se retuerce de placer, y peina todas las redes buscando un piojoso dato de donde encontrar a Aku. Laurent, que al principio se mostraba reticente, se deja llevar por la situación, procurando complacer todos sus pedidos.

La espalda de Milfa cambia, los colores se suceden. Hasta que se torna completamente verde: lo ha encontrado.





Dejan a Milfa dormida, y salen con sigilo. La pradera ha desaparecido, ahora pueden ver un barrio con casas destartaladas, y calles desparejas, basura desparramada. Los olores de las fábricas y de la comida chatarra se mezclan.

―Estás muy callado, Laurent. No podés decir que no te gustó. ¡Estas dos horas me han dado un hambre!

―Aku está en peligro ―no quiere dar el brazo a torcer. Logan divisa un puestito de panchirolos y codea a Laurent― Okey, okey… Comemos algo rápido y volamos.





Llegan a un lugar que parece ser un club nocturno de prestigio. Son las tres de la tarde; está cerrado. Dan la vuelta por el callejón y ven una persiana metálica.

―Abajo hay varias personas ―dice Laurent.

―Huelo a Aku… ¡debe estar herido!

Destrozan la puerta del depósito, bajan por una escalera y se encuentran un panorama lamentable: por lo menos quince personas, encadenadas, sucias…

Aku levanta la vista e intenta sonreír. Suspira.

En las paredes, hay carteles pintados sin cuidado, alrededor de un sol. Los mismos colores del departamento de Aku.

―¡Qué maniáticos! Esto no tiene ningún sentido ―dice Laurent―. Vamos, amigo… ¿podés caminar?

―No me rompieron las piernas, tan sólo me narcotizaron ―susurra Aku―. No sé qué pensaban hacer con todos nosotros.

Logan rompe las cadenas y hace gestos a la gente de que salga cuanto antes. Unos ayudan a otros… Al parecer hay personas que han estado largo tiempo aquí. Pero no aparece ningún guardia… nada.

―Consigue un móvil, Laurent ―Logan, cansado, se detiene a leer las paredes.



“Hasta la victoria siempre”

“Volveremos y seremos millones”

“La casa estará en orden”.



Inclina la cabeza, no comprende. Se encoge de hombros y sale. Aún puede llegar a hacer el trabajo previsto para hoy.

 (cuento publicado en la Antología Tricentenario -una visión conjetural de nuestro futuro-, con selección de Sergio Gaut vel Hartman, Ediciones Desde La Gente, en 2013)