“Entonces sentí que tenía que escoger entre mis dos naturalezas. Estas tenían en común la memoria pero compartían en distinta medida el resto de las facultades. Jekyll, de naturaleza compuesta, participaba a veces con las más vivas aprensiones y a veces con ávido deseo en los placeres y aventuras de Hyde; pero Hyde no se preocupaba lo más mínimo de Jekyll, al máximo lo recordaba como el bandido de la sierra recuerda la cueva en la que encuentra refugio cuando lo persiguen. Jekyll era más interesado que un padre, Hyde más indiferente que un hijo. Elegir la suerte de Jekyll era sacrificar esos apetitos con los que hace un tiempo era indulgente, y que ahora satisfacía libremente; elegir la de Hyde significaba renunciar a miles de intereses y aspiraciones, convertirse de repente y para siempre en un desecho, despreciado y sin amigos.” – El extraño caso del Dr. Jeckyll y Mr. Hyde
Monstruos. Nuestros amados
monstruos. Hoy quiero reflexionar acerca de ellos.
El tripulante ha estado varios días con un alien aferrado en la cara, y
con su cola enroscada en el cuello. Sin razón aparente, el bicho aparece muerto
a un costado y el hombre se levanta como si nada hubiera pasado… Tiene un
hambre descomunal: se lleva a la boca todo su desayuno con desesperación y sus
compañeros lo miran extrañados. De repente, se queja de un horrible dolor en la
panza.
Sarah Connor llama desesperada a la policía en la disco, denunciando
que la sigue un tipo. Ella le tiene miedo a su benefactor, mientras que el
Terminator la busca sin que ella lo sepa. Aquí no sabemos realmente si Sarah tiene
chance de sobrevivir, desconociendo quién es este hombre corpulento que la persigue.
La Cosa cambia su aspecto, y puede tomar la forma de cualquiera de los
compañeros de expedición. ¿Cómo reconocerla? ¿Cómo combatirla si puede ser
cualquiera del equipo? Se desata la paranoia en un lugar sin escapatoria, en
una base en la Antártida.
¿Qué tienen en común estos
monstruos, sean alienígenas o terrestres?
Cuando Mary Shelley
inaugura el género de la ciencia ficción, de la mano del terror, plantea que el
monstruo no es tal en su origen. Frankenstein es una criatura horrorosa, pero
en principio no tiene una intención malévola. Como cualquier ser nuevo en el
mundo, tiene curiosidad y quiere interactuar. Sólo después, al sentir el
repetido rechazo por su aspecto y su origen, se transforma en un ser peligroso
y vengativo a nuestros ojos. La verdad es que necesita sobrevivir y obedece las
órdenes de su naturaleza.
Nos da miedo, asco… y
también, sí, en el fondo, aunque no queramos admitirlo, admiración. El
monstruo, en su instintivo accionar, hace aquello que no nos animamos, aquel
oscuro sueño que nos gustaría realizar. En la sociedad civilizada en que
vivimos no se nos permite confesar tan bajos anhelos.
El prototipo del monstruo
deseado es Mr Hyde. El Dr Jeckyll, buscando una fórmula para volverse más
joven, da con un preparado químico que lo transforma en otra persona, si así
puede decírsele. Un ser que es como un “Ello”, gobernado sólo por sus deseos y
sin interés en acatar las reglas que dicta la moral.
El Dr Jeckyll piensa, atormentado, en el anciano que acaba de matar Mr
Hyde, sin ninguna provocación ni razón aparente. Sin embargo, cuando decide que
no tomará más el preparado, no destruye las ropas de Hyde, ni cierra la casa
donde se esconde.
Nuestro deseo de creación suele
estar acompañado de un refrenado y ancestral deseo de destrucción. Rechazamos
la idea de que nos guste destruir. Pero ¿quién no se ha sentido poderoso, con
un bate de béisbol en la mano? Un bate con el balance perfecto para blandirlo y
golpear maravillosamente todo aquello que pueda romperse.
Rechazamos la idea de que
nos guste la violencia; todas las normas sociales se le oponen. Hay apenas
algunas actividades permitidas para canalizarla: la caza, los juegos con
contacto físico, los deportes con armas, ir a ver un juego a un estadio y
gritar como trogloditas por nuestro equipo favorito… Y disfrutar películas o
libros donde se narre extrema violencia.
Y es así como puedo decir
que el miedo más profundo nace de nuestro interior. Creamos los monstruos para
poner “en el afuera” aquello que no nos gusta de nosotros mismos. Cuanto más
extraña es la criatura, mejor, porque nos es ajeno, y podemos señalarlo con el
dedo, reprobándolo. Y en este sentido, las monstruosidades que nos provee la ficción
basada en la ciencia son más horrorosas que las que podríamos encontrar en la
naturaleza.
La segunda razón por la
cual los creamos es para sentir miedo, y en ese miedo recreamos la lucha por la
sobrevivencia. Aún somos animales dominados por las hormonas y buscaremos todo
aquello que haga que la deliciosa adrenalina nos inunde el cuerpo. Encontramos
en la ficción una canalización perfecta de nuestra violencia acumulada: nuestro
cerebro no distingue entre situaciones reales y situaciones que vemos en una
pantalla. Acallamos nuestro impulso destructor interno, con un monstruo
ficticio, exterior, inofensivo y socialmente aceptado.
“Los colores de la vida real sólo parecen verdaderos cuando los
videamos en una pantalla”, nos dice Alex.
Por tanto, el monstruo en
sí es un ser inocente, estúpido, que solamente sigue sus instintos, sin razonar
nada, sin poder evitar sus impulsos, ni siquiera para su autopreservación. Como
un perro que corre a otro atravesando la calle, sin fijarse si un auto lo puede
atropellar. El monstruo es creado con un propósito que él mismo no sabe:
satisfacernos a través de su vivencia.
Si alguna vez dejamos
salir nuestro monstruo interior, aunque momentáneamente lo disfrutemos, luego
nos queda un mal sabor de boca, remordimiento. Por supuesto, en ese proceso de
construir y usar un engendro, tal y como le ocurre al Dr Jeckyll, sentimos
culpa.
Por otro lado, esta manera
de apaciguar nuestro deseo no es tan simple a veces, ni tan efectiva. Queremos
algo más real, algo más tangible, más violento, más… más monstruoso que un
monstruo.
¿Y qué es eso?
Nada menos que
reconocernos como personas en un acto
criminal. El monstruo más evolucionado y más complejo es, paradójicamente, el
que se parece más a nosotros mismos, el que tiene mas rasgos humanos.
Allí es donde aparece la
verdadera aberración, que no es otro que el Dr Jeckyll, quien concientemente y
con toda intención, convoca al engendro.
Dexter Morgan acecha a su próxima víctima, mientras hace el informe de
las manchas de sangre del último crimen en Miami para entregárselo a su jefa.
El hombre a quien observa, investiga, sigue, de quien averigua costumbres y
hábitos es tan siniestro como él: es un asesino serial. Pero a Dexter lo
protege el código de Harry, para nunca ser descubierto.
Alex y sus drugos son perfectos: jóvenes, sanos y hermosos, con
educación formal y criados en familias con una buena posición social. No tienen
excusa para ser malvados, no tienen ninguna razón para vengarse de alguien…
Alex simplemente disfruta de la ultraviolencia con Beethoven como música de
fondo.
Ahora bien, ¿cómo se sigue
en control de algo tan peligroso? Son aberraciones humanas, que pueden
comportarse acorde con sus bajos instintos, con el plus de que no sienten ni la
más mínima culpa.
Al desenmascarar estos
monstruos, los más perfectos, que desfachatadamente nos devuelven una imagen en
el espejo, no nos queda más remedio: debemos destruirlos, y así preservar
nuestra bienamada hipocresía.
Publicado en la Revista Sci Fi Terror número 2, Oct 2013
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