lunes, 19 de agosto de 2013

La sonrisa del gato de Chesire - Chinchiya P. Arrakena

Mauro llegó otra vez tarde a su desayuno. Mamáa estaba dándole de comer al más pequeño de sus hermanos. Ella lo miró como quien escucha a un cachorro ronronear por primera vez, con ese orgullo que es una sonrisa interna.
―¿Una noche muy agitada?
―Mrrr… sí ―Mauro restregó su cabeza contra el cuello de Mamáa, y ella le lamió una oreja, que tenía un rasguño. Luego Mamáa se dirigió de nuevo al pequeño:
―Vamos, vamos… juega un poco más con la comida. Honra la comida, juega con ella, no la devores como una bestia.
¡Tantas veces había escuchado Mauro esas frases! Pero ahora ya era un adulto. Tomó un tazón de leche con entusiasmo; el hambre era el mejor de los aderezos. El cachorro, mientras tanto, golpeteaba con sus manitos el trozo de carne, paseándolo por toda la habitación, frente a la mirada atenta y satisfecha de Mamáa. Ella se volvió de repente hacia Mauro:
―¿Has visto a la abuela?
―No, hace unos días que no la veo. ―El cachorro saltó sobre su comida, clavándole las uñas, como si matara una presa.
―Mmm… estoy un poco preocupada. Nunca sale tantas noches fuera de casa. El invierno se acerca… y sus reflejos ya no son lo que solían ser.
Mauro se encogió de hombros y puso cara de resignación, apoyó la mano en la espalda a su madre, en un breve gesto de cariño, y entró a la sala.
El cubil estaba tan acogedor como siempre: almohadones apilados y desparramados, un montón de troncos en la leñera, una gran alfombra de cuero para arañar. Mauro avivó el fuego durante un rato. Con un fierro acomodaba los troncos, les pegaba un poco, los juntaba, los separaba… Pensando, satisfecho, en las correrías de la noche.
Luego se acomodó en un rincón mullido y se durmió enrollado sobre sí mismo.

Papáu lo sacudió al atardecer.
―Minino, ya es hora de trabajar.
―Ya no soy un minino,  Papáu… ―se estiró y bostezó― ¿Dónde cazaremos hoy?
―Hoy te quedas con los cachorros. Mamáa ya ha salido a cazar y yo tengo que buscar a la abuela ―los gatitos los miraban con sus grandes ojos, a punto de saltarle encima, pero evaluando su posible reacción.
―¿Aún no apareció la vieja?
―¡Hey! Más respeto. Que “la vieja” luchó en las Guerras Cánidas. Iré a preguntar a los Centros de Salud si la han visto.
―Okey, okey… no quise faltarle el respeto. Me quedaré con los pequeños. ¿Ha venido Mía?
―Sí, está entrenando en el jardín.
―¡Quédense aquí, ya vengo, chicos! ―Mauro no alcanzó a escuchar (o no quiso) los pedidos de acompañarlo.
Mía no estaba. Y, de repente, estaba sobre él. Riendo, mordisqueándolo, luego corría, se revolcaban… un lengüetazo en la oreja y un salto hasta el árbol. No le preocupaba la abuela. No le gustaba salir a cazar, a menos que hiciera mucha falta. Aún era una chiquilla, y sin embargo, había veces que no lo parecía. Algún día sería su compañera, pero de momento sólo era un juego lo que los unía.
―Dime, Mía, ¿hace mucho que no ves a la abuela?
El entusiasmo y la alegría de Mía se esfumaron. Se sentó en el suelo y comenzó a lamerse una mano, restregarla contra los bigotes, y entre medio de la tarea respondió:
―Pufff… otro más con eso. No lo sé. No presté atención, no me gusta vigilar a los demás.
―Bueno, no es eso… me refiero a si recuerdas algún diálogo con ella, que nos pueda servir para encontrarla.
―Ya me lo preguntó Papáu. Cada día te pareces más a él y eso verdaderamente me molesta ―dijo, apretando los dientes al pronunciar “verdaderamente”.
―¿Y que te parece si “verdaderamente” comienzas a preocuparte por un miembro de la familia? La abuela puede estar muerta, ¿lo entiendes?
Mía abrió mucho los ojos, y la boca como para empezar a decir algo, pero Mauro se alejó de ella, encolerizado. Ella lo tomó por el brazo y lo forzó a mirarla:
―Disculpa. A veces soy una tonta. Creo que la escuché quejarse de que le dolía la cintura, como siempre… bueno, y también que añoraba los viejos tiempos de correr por los tejados.
Ambos rieron.
“Sí, suena a la abuela”, pensó Mauro. Besó a Mía en el hocico y fue hacia adentro a hacerse cargo de los cachorros, tal como le había pedido su padre. Jugó con ellos largo rato, olvidando un poco todo el asunto de la abuela. Y cuando el juego lo aburrió, se recostó, pensativo de nuevo, vigilando que los 
pequeños no se lastimaran. Mía se acomodó a su lado, cuerpo con cuerpo, ronroneando y con los ojos entrecerrados.
Hacía poco que el sol se había asomado por entre las casas cuando Papáu y Mamáa volvieron a casa. Mamáa estaba ojerosa y no decía palabra; sus ojos miraban hacia su izquierda y derecha en el piso, como si estuviera a punto de cazar imaginarios ratones. Hacía eso cuando tenía que resolver algo importante.
Papáu la observaba y de vez en cuando emitía algún monosílabo, que Mamáa callaba con un gesto de su mano.
Al fin, dijo: 
―Estoy uniendo todo lo que averiguamos. En los Centros de Salud no la han visto y le hemos dejado nuestras Marcas en el Árbol para que nos contacten si aparece. Los vecinos tampoco saben nada. Las últimas cosas que dijo no fueron de mucha ayuda… y su médico nos informó que le autorizó una receta de hormonas. 
Mía entró con algo en la mano.
―Disculpen, supongo que hablan de la abuela. Me tomé el atrevimiento de hurgar en su rincón y encontré esto dentro de su almohadón favorito: parece ser una especie de diario. Supuse que la situación era lo suficientemente crítica como para leerlo… 
―Mía, por lo general te reprendería por algo así, pero en estas circunstancias…
―Bueno, las últimas hojas escritas son de hace diez días. Y no son muy alegres. Me parece que la abuela estaba muy triste.
Mamáa ojeó el cuaderno de hojas de madera, con esos arañazos tan característicos de la abuela, que transmitían seguridad, pero ya se notaba que perdían fuerza.
―Más que triste, diría yo. Lo que dice aquí transmite una nostalgia que raya la depresión. Sólo nos queda avisar a las fuerzas del orden... y descansar, por ahora. Luego continuaremos la búsqueda.
Dicho esto, Mamáa y Papáu se fueron a dormir con los pequeños, formando un montón felino de adultos y cachorros.
Mauro salió a recorrer la ciudad. Conocía otros lugares en la gran Chesire, a los que suponía que sus padres no tenían acceso, o no se atrevían a acercarse. Era un poco raro preguntar por la abuela allí, pero en esos antros se sabe de todo.
―Oh, sí, la abuela Shima ha estado muchas veces aquí ―dijo uno de los personajes musculosos encargados de la puerta, con cara de pocos amigos.
―Oh… bien… ¿Cuándo la vieron por última vez? ―Mauro se hallaba desconcertado. La abuela era clienta asidua de uno de esos clubes que jamás cierran.
―Disculpa, minino, aquí no nos llevamos bien con las preguntas, ¿sabes? Y por eso los clientes nos aprecian. No me interesa si eres su amante o su hijo o su cuidador del asilo. Adiós. 
―¡Vaya! ¡Pero si pareces un perro guardián! ―Al instante de decir esto, Mauro se dio cuenta de su error. No uno, sino dos y luego tres de los grandes felinos saltaron sobre él, primero arañándolo y luego mordiéndolo en el cuello y el torso. Ni tiempo tuvo de defenderse, pero ellos sabían muy bien cuánto daño 
causar, para advertir, sin matar. Tan rápido como saltaron sobre él, volvieron a sus puestos. Se lavaron la cara y cruzaron sus patas sobre el pecho, y dirigieron sus ojos a la calle, sin expresión.
Mauro se levantó con mucha dificultad, caminó hasta estar lo suficientemente lejos del lugar y lamió sus heridas. La peor de ellas, su orgullo. 
“’Minino’, ‘Minino’. ¿Es que no ven que ya he tenido mis primeras peleas de tejado?”, pensaba Mauro, mientras repasaba todo su cuerpo magullado. 
Buscó una Casa de Pelos para que lo examinaran. En la zona había muchas, pero se decidió cuando vio en el escaparate algo que le resultó familiar. Era una foto de la figura que tenía pintada en su pelo blanco, sobre las costillas, su abuela. Una figura azul, con forma de luna, de la cual ella siempre se enorgullecía.
Decidió cambiar de estrategia y no hacer preguntas directas.
―¡Hola, qué tal! Acabo de tener un intercambio de opiniones con tres muchachos y quisiera que, si es tan amable, me revisara.
―¡Por supuesto, señor! ―Mauro sonrió. Aquí sí sabían cómo tratarlo―. ¿Desea el tratamiento completo o sólo el antiséptico? No hay mucha diferencia de precios…
―En principio quiero que compruebe si esta herida en el costado sigue sangrando.
El peluquero hizo su trabajo a conciencia, con mucha delicadeza y habilidad. 
Mauro pensó que era oportuno romper el silencio:
―Estaba viendo su vidriera y quedé fascinado con esa imagen. ¿Cuándo me costaría hacérmela aquí, sobre el pecho?
―¡Oh, es un lugar muy hermoso para pintarla! ―el peluquero empezó con una larga perorata, que Mauro fingió escuchar extasiado.
―Y dígame: ¿es muy popular? Quiero decir, tampoco quiero salir a la calle con algo que todo el mundo lleva, perdería un poco la gracia.
―Bueno, a decir verdad, no. Sólo una anciana loca viene todos los meses a que le repintemos esa luna.
―¡Ja, ja, ja! ¿Y qué tal es la anciana? Me encantan las historias. Tengo aquí para un rato más, ¿no? Me encantaría que me cuente sobre ella.
El peluquero resultó se una excelente fuente de información.  Ni bien Mauro terminó de acicalarse, salió disparado hacia su casa.
―¡Mamáa, Papáu! ¡Ya sé dónde puede estar la abuela!
―¡Hijo! ¿Qué te sucedió? 
―¡Bah! Unos matones de un local de placeres. No hay tiempo para explicarles demasiado, ¡vamos a buscar a la abuela Shima!
Mía se quedó con los cachorros y los tres corrieron hacia el centro de la ciudad.
―¡Shima! ¿Estás bien?
―¿Cómo perros me encontraron? ¡Por supuesto que estoy bien! ―una horrible tos la contradijo.
La abuela se veía en un estado calamitoso. La habitación había conocido mejores épocas: una gruesa alfombra, cortinas de terciopelo rojo, haciendo juego con los muebles… Pero con manchas en las paredes, algunos juguetes desparramados, restos de comida y recipientes volcados, y algunas otras cosas que no pudieron identificar. En todo ese caos, sobre la cama, la gata blanca y vieja descansaba. 
La llevaron a un centro de salud, y tras analizarla, el médico dijo a la familia:
―Ella se encuentra estable ahora. Ha sufrido algunas heridas, mordiscos, arañazos, cosas normales, pero que no son aconsejables para su edad. De los análisis de sangre salta a la vista ha tomado grandes dosis de hormonas, calmantes para el dolor y drogas estimulantes. 
―¡Yo diría que la ha pasado fenomenal los últimos días! ―dijo Mamáa, con tono socarrón.
―Oh, sí… pero quizás sean, de verdad, sus últimos días. 
Entraron a verla. Vendada, en la cama, parecía muchísimo más frágil que cuando la hallaron.
―¿Qué has hecho, Shima? ―le preguntó Papáu, lleno de pena.
―Quería correr de nuevo por los tejados, ¿sabes? Pero esta pata que me duele con la humedad de la noche, y la cadera… Déjame lamerles la cabeza.
Nadie se atrevió a contradecirla, o a hacerle ningún reproche.
Papáu, como si fuera un gatito, y también Mamáa y Mauro, se dejaron acicalar por la anciana. Cuando terminó, ella misma se lamió las manos y se las pasó por la cara; nadie supo si estaba llorando.
Luego los miró, orgullosa, con una sonrisa de oreja a oreja.
Cerró los ojos. Y la sonrisa, lentamente, se desvaneció.

Aparecido el 1° de Agosto de 2013 en NM número 29:
http://www.revistanm.com.ar/content/hemero.html

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